Thursday, May 15, 2008

Criaturas Imposibles

el vivo reflejo de Celine

La tarde abría fuego a su espectacular transmutación de colores mientras iba apagando la luz del sol, enmarcada entre las columnas jónicas. Seis y media, y pronto estaría sentada cómodamente en una butaca. Eso esperaba, estaba algo fatigada, como siempre.

El cartel sostenía con dos tachuelas el afiche teñido del amarillo que otorga el paso de los tiempos: LOLITA de Stanley Kubrick. Celine leía con cierto interés las ultimas páginas de su libro: LOLITA de Vladimir Nabokov Su cabeza insertada en la luz de las hojas, sus ojos en la oscuridad de las letras, con tanta simbiosis que podría jurarse que no existía el particular movimiento de vaivén de un lector común siguiendo la línea de las frases. Unos lentes de pesada montura plástica y vidrios rayados en exceso, hieratizaban su rostro, demasiado europeo, demasiado surcado por zanjas, heridas repetidas un millón de veces que atravesaban su faz y se escondían tras la maraña ondulante del grisáceo cabello recogido con una bufanda de gris tul que se aferraba a su delgado cuello. Su piel, moteada de una diversidad de tonos rosados y su textura pegajosa como masa de pan antes de entrar al horno, a veces sugería la docilidad de una niña, pero el entramado de arrugas estaba allí, tallado a bajo relieve, para negarla. Era una piel endeble. Si alguien cometiese el terrible error de tomarla por el brazo, sus dedos se hundirían tanto en su piel que la atravesarían sin ningún esfuerzo. Su frágil figura curvada se ocultaba bajo un amplio vestido de un color que ya no lo era, que no era ni tan siquiera el recuerdo de un color existente. Alzó la mirada y yo bajé la vista. Me observó atenta, culpándome, por un par de largos minutos en los que creí era sujeto de un escrutinio policial. Aun sin bajar la mirada, pasó una página y volvió sus ojos al libro. Con mi vista gacha pude recorrer sus piernas, desde los empolvados zapatos de charol, subiendo por un vendaje de nácar, recubierto del ámbar que ha fosilizado sus piernas.

Pronto llegó un joven de obesa figura y plagado por espinillas estalladas o por estallar, entró por una delgada puerta, encendió las luces del cuartucho y abrió las persianas de la taquilla. Celine era la primera persona en la fila. Creí oír ¡une, si’l vous plait!, como si su voz saliera por los altavoces en la proyección de una película antiquísima, llena del ruido del polvo y caminó con total seguridad, sabiendo que iba a perderme de vista, al fin, al pasar las puertas del local. Se llevó su libro bajo el brazo hasta la entrada de la sala. Entregó el ticket y al correr las cortinas rojas, se dejó poseer por el frío y la oscuridad. Una música lejana de violonchelos acompañaba su andar por el pasillo central, por el que, sin problemas, encontró su fila y se deslizó como quien regresa a su asiento después de haber salido por un minuto al baño. Echó allí toda la pesada levedad de su cuerpo añejado. Delante de ella, un rectángulo plateado, vacío, inerte. Volvió a conectar su mirada en la última página del libro, quería terminarlo antes que comenzara la función. Sólo Dios sabe cuantas veces había pasado por ese ritual. Leía su novela con el orgullo de quien recita un poemario de memoria y hace alarde. Estaba en el párrafo final, debía leer las palabras que cerraban con majestuosidad aquel relato de ansias prohibidas. Los violonchelos dejaron de sonar. Las cortinas de la puerta se cerraron. Celine se acerco con rapidez a la palabra que inauguraba el precipicio del fin. Y la vida se fue con el inicio de las luces proyectadas sobre la pantalla frente a ella. Se tornó en silueta ante las palabras inaugurales: LOLITA. El libro cayó al piso alfombrado sin producir sonido alguno. Humbert Humbert podía ver como su rostro blanquecino cobraba vida ante la parpadeante luz que viajaba desde el proyector. Hasta podría asegurarse que respiraba, que su pecho se inflaba levemente, que sus párpados se abrían y cerraban mientras sus mirada curioseaba a Sue Lyon bailando el Hula Hup, que sus manos cambiaban de lugar entrecruzando los dedos, o buscando calor entre los finos brazos de terciopelo. Pero ya nada era posible.

Cuando las palabras THE END se desvanecieron y las luces de la sala despertaron a los desperdigados y trasnochados zombis, y yo, de pie, me di cuenta que Celine no se movía mas, llamé a la señora de limpieza y ella llamó al proyeccionista y al taquillero y luego a un par de enfermeros que recostaron el cuerpo de aquella mujer en una camilla y se la llevaron de allí, de su mausoleo predilecto, donde había decidido descansar eternamente su humanidad ante los rayos vivificantes de un proyector.

Le ataron una etiqueta al desinflado dedo gordo del pie derecho, la metieron en una bolsa y la guardaron en un congelador. Nadie vino a reclamarla.

Entre sus pertenencias: un par de anteojos de pasta, una dentadura postiza, un pañuelo de papel arrugado y sucio, dos monedas y un ticket rasgado a la mitad.

Finalizado en Caracas, el día Viernes 03 de Septiembre de 1993

Corregido en Caracas, el día Domingo 09 de Enero de 2000


La Nada

Abrió los ojos y el espeso ámbar de la mañana entró en él súbitamente. A través de las cortinas, la luz no iluminaba la nueva jornada, era sólo un bidimensional cuadro opaco. Buscó signos de realidad y ésta le dió con un mazo en la cabeza: eran las diez. En la oficina habían comenzado a trabajar dos horas atrás y su jefe debía estar esperando en la puerta. Pero era imposible salir de la cama. La cobija de lona impermeable parecía estar clavada al marco del soporte y la puerta del cuarto se veía lejana y clausurada. Hurgó en la noche anterior y trató de ordenar sus pasos que arrastraban sobre la calle asquerosa, después de haber salido del trabajo, aspirando con una maquina gigantesca más de un centenar de ratones que plagaban un edificio de oficinas. Mucho había sido el trabajo. Salió de allí casi a la medianoche. Pero habían pagado bien. Después, caminó por las calles solitarias. Tal vez entró a algún bar para despedirse de una buena vez de aquel día. La cabeza flotaba gacha, los párpados se le cerraban como santamarías. Tal vez tomó una cerveza, tal vez fueron dos. Tal vez una persona de mirada más valiente que la suya ofreció su cama para una noche de sexo totalmente prescindible y olvidable. Probablemente llegó a casa ya con los ojos cerrados y se lanzó a la cama por inercia llevando sobre sí la carga de aquel día que aún parecía aplastarlo. O quien sabe si aquello habría ocurrido la noche anterior, o la de más atrás. O hace un mes, o un año.

El teléfono sonó, una y otra vez, inquieto. Sus manos estaban atadas entre las sabanas y su cuerpo, apoyados sus brazos como troncos sobre el colchón de mármol. Al quinto sonar, se accionó la contestadora y su voz distorsionada invitó a que dejaran nombre y número de teléfono después de la señal, pero no hubo respuesta, solo un prolongado ruido mecánico como de papel rasgado. Quien quiera que sea, había dejado el auricular descolgado y ahora no podría recibir ni hacer llamada alguna, en caso, claro está, que pudiera reunir fuerzas y deseos suficientes para salir de cama e iniciar el día. Pero de tan sólo pensarlo se cansaba. Ponerse de pié: ¡que hazaña!, Verse de nuevo frente al espejo: ¡Que dolor!, darse una ducha: ¡Que esfuerzo!. Vestirse: ¡Que absurdo!. En su lugar, prefirió posar su mirada en el techo, pálido, vacío, liso. Nada había sobre él, ni una telaraña, ni una señal de quebradura. Era un cuadrado totalmente blanco, tanto que parecía no existir, como si su cuarto no tuviera techo y estuviese durmiendo al aire libre y la blancura de la nada lo rodeaba todo. Es así como el teléfono descolgado perdió protagonismo, su jefe molesto perdió severidad, la necesidad de levantarse perdió importancia y el impulso de salir a la calle perdió todo interés. La nada llegó y se convirtió en juguete caminando traviesa entre los peldaños de las horas, adueñándose del espacio, atenuando los sonidos. Era sólo un recuadro en blanco, sin textura aparente, sin tono, ni imagen ni imaginación. A un lado, fuera del marco, se podía leer:

Título: La nada. Medio: Lienzo. Autor: A. Z.

Y me dije: “Hasta donde llegarán estos artistas en sus búsquedas vanas”.


Caracas, 08 de Noviembre de 2000.

1 comment:

inner said...

Estos dos relatos no los habia leido, ingeniosa manera de relatar hechos que nos tocan. Te felicito.